Sentido Común

Distintos tipos de envidia… | Padre Héctor Albarracín

El padre Héctor Albarracín nos habla sobre la envidia y sus distintas formas.

La palabra envidia viene del latín invidere, compuesta de «in» (poner sobre, ir hacia) y «videre» mirar. Envidia significa, pues, «poner la mirada sobre algo». Normalmente se mira una «apariencia» y, por tanto, se «envidia» lo que se desconoce…

Existe una, llamada impropiamente, «buena envidia «, la cual consiste en desear el bien que tiene el otro… algo totalmente natural cuando se trata simplemente de un «deseo» ; de todas maneras, la frase tiene la misma contradicción interna que cuando se habla de una «mentira piadosa»…

Algo muy diferente es la envidia «diabólica» y realmente malsana que podemos llegar a experimentar, y que requiere cierto grado de maldad. Esta no consiste en desear el bien del otro para uno mismo, sino que el otro no tenga ese bien, debido a que nosotros no lo podemos tener…; es decir, experimentar tristeza por el bien ajeno. De este modo el diablo envidiaba la felicidad de Adán y Eva y por eso los tienta a separarse de Dios mediante el pecado… Es, también, la envidia que mueve a la tristeza y el enojo al hijo mayor de la llamada «Parábola del Hijo pródigo»…

Esa misma es la envidia «tóxica» que padecen psicópatas y narcisistas acerca de la capacidad de «empatía» de sus víctimas y que los transforma en verdaderos «vampiros emocionales», según dicen los que saben…

Por el contrario, el amor se alegra con el bien del otro y busca compartir el propio… La envidia de la que tratamos, no es un parásito del amor, como puede ser el egoísmo, sino su cruel y, a veces sutil, verdugo: el «otro» no es digno de ser feliz… y, lo más triste, es que el envidioso tampoco se considera digno… la envidia es, en definitiva, falta de un sano amor a sí mismo.

Existe, por último, una envidia que implica menos maldad que la anterior pero que paraliza como el miedo: es la envidia de los que «tratan» de ser «buenos» y ven prosperar a los «malos»…; esta envidia no consiste tanto en entristerse por el bien ajeno (más aparente que real, muchas veces, porque se «envidia» lo que «se desconoce») sino que, más bien, tiene su origen en no alegrarse con el propio, por no «darse cuenta» que se posee. El Salmo 73 expresa muy bien esta sutil tentación del creyente:

“Por poco mis pies se me extravían, nada faltó para que mis pasos resbalaran, envidioso como estaba de los arrogantes, al ver la paz de los impíos. No, no hay congojas para ellos, sano y rollizo está su cuerpo; no comparten la pena de los hombres, con los humanos no son atribulados. Se sonríen, pregonan la maldad, hablan altivamente de violencia; ponen en el cielo su boca, y su lengua se pasea por la tierra. Miradlos: ésos son los impíos, y, siempre tranquilos, aumentan su riqueza.  ¡Así que en vano guardé el corazón puro, mis manos lavando en la inocencia, cuando era golpeado todo el día, y cada mañana sufría mi castigo!

Si hubiera dicho: «Voy a hablar como ellos», habría traicionado a la raza de tus hijos; me puse, pues, a pensar para entenderlo, ¡ardua tarea ante mis ojos! Hasta el día en que entré en los divinos santuarios, donde su destino comprendí: oh, sí, tú en precipicios los colocas, a la ruina los empujas. ¡Ah, qué pronto quedan hechos un horror, cómo desaparecen sumidos en pavores! Como en un sueño al despertar, Señor, así, cuando te alzas, desprecias tú su imagen. Sí, cuando mi corazón se exacerbaba, cuando se torturaba mi conciencia, estúpido de mí, no comprendía, una bestia era ante ti. Pero a mí, que estoy siempre contigo, de la mano derecha me has tomado; me guiarás con tu consejo, y tras la gloria me llevarás.

¿Quién hay para mí en el cielo? Estando contigo no hallo gusto ya en la tierra. Mi carne y mi corazón se consumen: ¡Roca de mi corazón, mi porción, Dios por siempre! Sí, los que se alejan de ti perecerán, tú aniquilas a todos los que te son adúlteros.  Mas para mí, mi bien es estar junto a Dios; he puesto mi cobijo en el Señor, a fin de publicar todas tus obras.»

El salmista se sana de ese tipo de envidia cuando descubre que tiene una mayor riqueza: ¡Dios! y, por tanto, «nada» que envidiar (¡sería como envidiar a los que viajaron en el Titanic!)… sino, mas bien, «publicar»…

Mostrar más

Deja un comentario

Botón volver arriba