Su nombre de pila fue Bernardo Paganelli Montemagno, y nació en el desaparecido reino de Pisa (Italia) alrededor del año 1088.
Papa monje, monje Papa
Sobre los primeros años de vida de Bernardo -futuro Eugenio III- no hay mucha información. Sin embargo, se sabe con certeza que hacia el año 1106, con unos 18 o 19 años de edad, empezó a desempeñarse como canónigo del cabildo catedralicio de Pisa. A partir de 1115 aparece registrado como subdiácono de la catedral.
En algún momento entre 1134 y 1137, fue ordenado sacerdote por el Papa Inocencio II, quien residía en Pisa por aquel entonces. Influenciado por la figura de San Bernardo de Claraval, se hizo miembro de la Orden del Císter, en 1138, cuando bordeaba ya los 50 años de edad. Posteriormente se trasladó a la célebre abadía cisterciense de Clairvaux (Claraval), en Francia.
Convertido en monje, tomó el nombre de su abad o superior, ‘Bernardo’, manteniendo así su nombre de pila. Cuando el Papa Inocencio II pidió que algunos cistercienses fuesen a vivir a Roma, San Bernardo envió a su homónimo como jefe de la comitiva. El grupo de cistercienses se estableció en el monasterio de San Anastasio (Tre Fontane) en la localidad de Scandriglia.
Años después, a la muerte del Papa Lucio II en 1145, los cardenales eligieron como sucesor a Bernardo, quien seguía siendo abad de San Anastasio y era reconocido por su rectitud y fortaleza. El nuevo pontífice sería consagrado en la abadía de Farfa, tomando el nombre de Eugenio III. De esta manera, Bernardo, quien había renunciado al mundo para hacerse monje, terminaba erigido como el Papa número 167 de la Iglesia Católica, primer cisterciense en ocupar la Sede de Pedro. Se dice que siempre Eugenio III continuó vistiendo el hábito de su orden mientras ejerció el pontificado, hasta el día de su muerte.
En defensa de la cristiandad
En enero de 1147, Eugenio III aceptó gustoso la invitación que le hizo el rey Luis VII para que fuese a convocar una segunda cruzada a Francia. El monarca francés necesitaba el respaldo pontificio para recuperar la ciudad de Edessa (Turquía), erigida como bastión cristiano en Mesopotamia después de la primera cruzada. Como se sabe esta nueva cruzada, convocada por el Papa Eugenio, terminó en un sonado fracaso.
El Papa permanecería en territorio francés hasta que el clamor popular por la derrota le hizo imposible permanecer más tiempo en el país. Mientras duró su estancia, Eugenio III presidió los sínodos de París y Tréveris (Alemania), así como el Concilio de Reims (Renania, Alemania), que se ocuparon principalmente de fortalecer la enseñanza de la Iglesia contra las herejías del momento. En Reims, por ejemplo, San Bernardo de Claraval tuvo una participación especial en defensa de la doctrina trinitaria, puesta una vez más en cuestión por Gilberto Porretano (1070-1154), teólogo escolástico, quien tuvo que retractarse de sus afirmaciones.
Eugenio III, por un lado, impulsó la renovación de la curia y el episcopado con el propósito de responder a los requerimientos de los seglares que veían en sus autoridades eclesiales un claro antitestimonio cristiano; por otro, promovió la renovación de la vida religiosa, que pasaba también por una profunda crisis. Paralelamente hizo cuanto pudo por reorganizar las principales escuelas de filosofía y teología.
Un mundo en crisis
La naturaleza del mundo medieval es compleja y no puede ser entendida sin romper muchos de los paradigmas contemporáneos, esos con los que los hombres de hoy suelen acercarse a la historia en general. Parte de las dificultades que los medievales enfrentaron tuvo que ver con la separación de fueros. El ámbito espiritual y el ámbito temporal se entrecruzaron innumerables veces, produciendo grandes tensiones, cuando no, simples y directos enfrentamientos a causa de intereses particulares o luchas por el poder.
El saldo de la mayoría de los procesos históricos más importantes de aquel periodo no siempre estuvo de acuerdo a los principios que brotan del Evangelio, tanto dentro como fuera de la Iglesia. Por eso, los Papas que gobernaron cumplieron un papel importantísimo allí donde fue necesario corregir cosas o tomar decisiones en pos de la unidad del mundo cristiano. Ese fue el contexto que le tocó vivir al Papa Eugenio, y en él intentó hacer lo correcto.
Autoridad espiritual
En mayo de 1148 el Pontífice volvió a Italia y excomulgó a Arnoldo de Brescia -sacerdote con pretensiones reformadoras, pero contagiado de las posiciones erróneas de su maestro, el controvertido filósofo Pedro Abelardo-. Brescia había encabezado un movimiento cismático.
Ya el Papa Eugenio había combatido en diversas oportunidades distintos intentos por abolir la jerarquía eclesial y construir una iglesia de “puros” -de “no contaminados” con los evidentes errores o pecados de los miembros del clero-. El Papa Eugenio, además, tuvo que aliviar numerosas tensiones políticas, generadas por las luchas de poder entre las cabezas de los reinos de Italia, las que solo amainaban cuando los poderosos coincidían en la animadversión a la autoridad papal, tanto espiritual como temporal.
San Bernardo, consciente de la dureza de las batallas que el Papa libraba, dedicó al Sumo Pontífice su tratado ascético De Consideratione, donde afirmaba que el Papa tenía como principal deber atender los asuntos espirituales y que no debía dejarse distraer demasiado por asuntos que corresponden a otros fueros.
Eugenio III, quien partió de Roma en el verano de 1150, permaneció dos años y medio en la Campania, procurando obtener el apoyo político del emperador Conrado III y de su sucesor, Federico Barbarroja. Ciertamente, el Papa había excomulgado al cismático Brescia, pero este contaba con la protección de los germanos. En esto, como en el tema de la autonomía de los Estados Pontificios, la intención del Papa fue siempre la de mantener la unidad de Europa en torno a la cristiandad.
Eugenio III murió en Roma el 8 de julio de 1153. Su culto fue aprobado el 3 de octubre de 1872, tras ser declarado beato por el Papa Pio IX.