Hasta la llegada de la pandemia, Fabiola Llancañir y su familia ofrecían la gestión y servicios de un idílico camping para familias y niños en la diócesis chilena de Villarrica. Fue entonces cuando su vida, marcada por el dolor, estuvo a punto de venirse abajo. Primero por la pérdida, luego por la emergencia y después por una compleja enfermedad por la que estuvo al borde de la muerte. Tras años de vida al margen de la fe, el dolor y el milagro se dieron la mano para que ella y su familia abrazaran de nuevo a Dios.
Entrevistada por la diócesis de Villarrica, esta emprendedora chilena recuerda haber sido educada en la fe católica, pero fue durante su juventud cuando se alejó de la práctica religiosa.
Con 17 años conoció al que sería su esposo, edad a la que tuvo a su primer hijo. Aunque decidieron vivir separados, la familia siguió creciendo y llegaron José Miguel, Alejandro, Paulina y Miguel Ángel.
«Al final nos fuimos a vivir juntos, sin estar casados por lo civil ni por la Iglesia», explica.
Marcada por la pérdida y el dolor, se rebeló
El dolor no tardó en llegar a su vida cuando uno de sus hijos, Alejandro, falleció en 2006 tras ser atropellado con tan solo doce años. Algo que terminó por alejarles de la fe, pero esta vez, voluntariamente.
«Todo cambió. En ese momento hubo como una rebeldía hacia Dios, le culpé y lo rechacé», admite. Con el tiempo comprendió que era «lo peor que podía hacer»: «Al no sentir el amor y la paz que Él te da, el duelo se hizo crónico».
Tras once años de dolor y desesperanza, Fabiola y su pareja fueron conscientes de que debían enfocar el drama que habían vivido desde la fe y se acercaron ligeramente a la fe, preparándose incluso para recibir la confirmación.
«Nos reencontramos con Dios porque sentíamos que el mensaje de nuestro hijo era poderoso, sabíamos que era algo relacionado con Dios, así que cada uno buscó cómo colaborar con nuestros hermanos y trabajar para la Su obra», explica.
Lo hicieron especialmente a través de numerosas obras de caridad, pero pronto supieron que «lo que faltaba» era lo espiritual.
Fue precisamente en la pandemia, cuando el dolor se presentó de nuevo en sus vidas, donde decidieron poner fin a esa carencia.
Una conversión que empezó entre camillas y diagnósticos
Primero, durante las restricciones, tuvieron que negar la entrada a algunos de los clientes de su camping, que en no pocas ocasiones llegaron a amenazarles de muerte. Fabiola recuerda que entonces se llenó «de odio, rabia y rencor contra la gente», incapaz de perdonar.
Pero había más. Aquella angustia le hizo ser consciente de que cada día que pasaba se sentía más cansada, con mucho dolor y moratones que aparecían de la noche a la mañana y que llegaron a impedirle incluso caminar.
Tras achacarlo al estrés vivido en aquellos meses, Fabiola decidió ir al médico. Las plaquetas le habían bajado a 6.000 cuando lo normal, afirma, era tener entre 150.000 y 400.000. Los dolores de cabeza no tardaron en llegar y solo al ir al hospital fue realmente consciente de la «grave y compleja situación» que vivía.
Lo que no sabía, añade, era que entre camillas y diagnósticos comenzaría su historia de conversión.
Un día fue clave en esa historia. Fue el 11 de marzo de 2022, cuando al despertar recibió un mensaje que decía: «Fabiola, hoy tendrás un día magnífico«. Era de la hermana Glenda, mientras cantaba la canción del misionero.
Un mensaje que sin duda contrastaba con su estado. «Estaba crítica, necesitaba hacerme una plasmaféresis -para aumentar el nivel de plaquetas- y con altas posibilidades de sufrir una hemorragia. Tenía solo un 10% de posibilidades de vivir«, explica.
Entre la vida, la muerte… y el milagro
Pero aún así «estaba feliz, cantaba y le hablaba a mi vecina». Aquella canción, recuerda, «fue como el despertar de mi conciencia, como saber que Dios estaba conmigo. Ese mensaje y esa canción lo cambiaron todo y me llené de una paz tan profunda que me dio la serenidad que necesitaba para afrontar la situación».
Durante aquella experiencia, Fabiola descubrió no solo «lo que estaba mal» en ella, sino que Dios estaba ahí… y que le pedía algo. «No sé por qué, pero me sentía abrazada, sentía que me hablaba y di gracias a Dios por la oportunidad de recibirme», explica.
Fue diagnosticada de una Púrpura trombocitopénica trombótica, conocida como PTT. Un trastorno sanguíneo que aunque no tenía por qué ser grave, en su caso estuvo cerca de quitarle la vida. Lo curioso, relata, es que el la situación cambió de forma milagrosa cuando el diagnóstico cambió a una Púrpura trombocitopénica idiopática, con menor riesgo y mayores posibilidades de vivir.
«No puedo considerarlo más que un milagro«, afirma.
Una persona nueva en búsqueda de Dios
Hoy compara su enfermedad al arar de la tierra, en que «el Señor sacó todo lo malo y arrancó la maleza de mis odios, rencores y todo lo que me afectaba en mi vida psicológica y espiritual y cultivó esa tierra con semillas que puso en mi corazón. La Fabiola de antes murió y nació una persona nueva«.
Desde entonces, Fabiola se dedica a trabajar el perdón sobre todos los que le han ofendido y agredido en el pasado. No es el único cambio: también ha percibido que ha «comenzado a ansiar los bienes espirituales».
Un día, hablando con su pareja, le dijo que necesitaba recibir la Eucaristía y librarse de sus pecados «tras un montón de años» sin confesar.
«Yo le pedí a Dios perdón, pero tenía que confesarlos con un sacerdote, porque de alguna manera los pecados ofenden a Dios, a nuestros hermanos y a uno mismo. Ese mismo día nos llamó el sacerdote del colegio de mi hijo y fui a confesarme. Era justo el día en que el Evangelio hablaba de que Jesús era el pan de vida», recuerda.
«Llenos del Espíritu Santo»
Tras su regreso a la fe, en el momento de su testimonio, Fabiola menciona cómo ella y su familia están «retomando el orden en la vida» y se preparan para recibir el matrimonio tras casi tres décadas juntos.
«Ahora sé que todo lo que ha pasado es lo que él ha querido que ocurra, porque en todo momento ha estado llamándonos y no hemos querido escucharlo. Ahora es diferente, estamos llenos del Espíritu Santo, que es lo que te provoca la paz, la alegría y la esperanza que uno siente. Es grandioso», concluye.
Antes de despedirse, dirige un mensaje a quienes, como ella anteriormente, se encuentran en momentos de sufrimiento: «Nunca pierdan la fe ni la esperanza. Abracen a la Virgen, cojan su mano. Ella es intercesora, es la madre de Jesús y siempre va a estar ahí diciéndole a su hijo las intenciones de quien piden su intercesión».