Santoral

Hoy celebramos a San Francisco de Sales, el santo que luchó siempre contra su mal carácter

Cada 24 de enero la Iglesia Católica celebra a San Francisco de Sales, obispo de Ginebra (Suiza) y Doctor de la Iglesia Universal.

Es conocido como “El santo de la amabilidad”, porque fue precisamente alguien que entre sus fragilidades contaba con un mal carácter. Siendo así, se acogió a la gracia divina y a los cuidados maternales de la Virgen para dominar aquella pasión y trocarla en virtud.

Dios, que lo vio batallar cooperando con su gracia, le concedió la corona de la santidad. Hoy, desde el cielo, San Francisco de Sales intercede por todos aquellos que, como él, combaten contra sus propias debilidades -esas que suelen convertirse en ocasión de pecado-, o por todo aquel que procura con esmero adquirir la virtud.

El Obispo de Ginebra es asimismo patrono de la prensa católica, de los periodistas y de los escritores.

Un “pequeño exceso” de ímpetu

Francisco nació en el castillo de Sales, ducado de Saboya (en ese entonces parte del Sacro Imperio Romano Germánico), en el año 1567. Fue el mayor de seis hermanos, de carácter inquieto y juguetón, al punto que su madre y su nodriza tuvieron siempre que redoblar esfuerzos para cuidarlo o estar pendientes de sus andanzas.

Desde pequeño evidenció algo de su talante áspero. Con los años, para bien, descubriría la necesidad de luchar contra las miserias propias de un carácter irritable y así asemejarse al manso Jesús de Nazaret. Cuentan sus biógrafos que cierto día un calvinista visitó el castillo en el que vivía, y el pequeño Francisco, al enterarse, tomó un palo y se fue a corretear a las gallinas gritando: “Fuera los herejes, no queremos herejes”.

Su padre, por su parte, queriendo que Francisco crezca bien disciplinado, eligió como preceptor a un sacerdote, el P. Deage, un hombre de talante muy exigente. El sacerdote le hizo pasar amargos ratos a Francisco, pero, como él mismo reconoció después, estos le ayudarían mucho en su formación humana y cristiana.

A los 10 años, Francisco hizo su primera Comunión y recibió la Confirmación. Esa experiencia juvenil de encuentro con la gracia de Dios lo motivó a frecuentar el Santísimo Sacramento, y a pasar horas frente a Él en oración. Más adelante, su padre lo envió al Colegio de Clermont, dirigido por jesuitas, conocido por su ambiente de piedad y amor por la ciencia; una combinación atractiva para el joven Francisco.

“Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero” (Rom 7,19)

Bajo la dirección del P. Deage, Francisco se confesaba y comulgaba todas las semanas. Se entregó al estudio y empezó a practicar equitación, esgrima y baile. El noble joven, que empezaba a destacar como estudiante cultivado, se convirtió en el invitado preferido de reuniones y actividades sociales.

No obstante, su mal genio le seguiría jugando malas pasadas. A veces sus desatinos o exabruptos lo convirtieron en objeto de burlas y humillaciones, siendo que su alma tenía que cargar el peso del rencor y el deseo de revancha. Como era un hombre educado, solía controlarse al punto de que muchos no tenían idea de su genio.

Sin embargo, con el tiempo las malas experiencias se iban acumulando en el corazón y Francisco sufría mucho. Llegó un momento en que incluso pensó que se condenaría al infierno para siempre. La mera posibilidad de que algo así sucediese lo atormentó durante mucho tiempo; tiempo en el que perdió el apetito y empezó a tener dificultades para dormir.

Por la senda de la caridad

Entonces, un día, Francisco le dijo a Dios en oración: “No me interesa que me mandes todos los suplicios que quieras, con tal de que me permitas seguirte amando siempre”. Determinado a encontrar una salida a sus entrampamientos, empezó a frecuentar templos y a ponerse en oración. Un día, en la Iglesia de San Esteban en París, arrodillado ante la imagen de la Virgen, pronunció la famosa oración de San Bernardo: “Acuérdate, oh piadosísima Virgen María…”.

Por primera vez en mucho tiempo, Francisco encontró algo de la paz que tanto anhelaba. Y ese hallazgo había sido posible gracias a la Madre de Dios.

Haber pasado por una prueba de esta naturaleza curó mucho del orgullo que, sin saber, le había atormentado tanto tiempo. En ese momento, Francisco también podía entender mejor a las personas que lo rodeaban y darse cuenta de lo imperioso que era tratarlas con bondad. Marchó a estudiar leyes a Padua, como era el deseo de su padre, pero se matriculó también para estudiar teología. En su corazón había brotado el deseo de conocer las cosas de Dios con profundidad.

A los 24 años, ya doctorado, regresó al seno familiar para vivir la vida ordinaria de un joven perteneciente a la nobleza. Su padre deseaba que se casara y que obtuviese algún puesto importante, pero Francisco ya llevaba dentro la inquietud de consagrar su vida totalmente al servicio de Dios.

El joven le confesaría a su padre el deseo de ser sacerdote. Al principio se encontró con una férrea resistencia, pero finalmente el padre se dejó convencer. Entonces renunció al señorío de Villaroger, que era lo que le correspondía, y se ordenó sacerdote el 10 de mayo de 1593.

Primero se desempeñó como canónigo de Annecy, aunque a la muerte del deán del Capítulo de la Catedral de Ginebra, un grupo de personajes influyentes entre los que estaba su primo, el canónigo Luis de Sales, intercedió ante el Papa para que le otorgara el cargo vacante a Francisco.

Preocupado por los que tienen una fe frágil

A pesar de la iniciativa de sus amigos, Francisco, apenas pudo, se presentó ante el Pontífice como voluntario para ir a la región de Chablais (Saboya), donde el calvinismo se había convertido en predominante y donde los católicos eran hostilizados todo el tiempo.

El santo empezó a escribir y publicar sus homilías, con las que armó una suerte de panfleto de divulgación. En ellas exponía la doctrina de la Iglesia y refutaba las posturas calvinistas. Estos escritos más tarde formarían parte de su famoso texto llamado “Controversias”.

Con todo, lo que la gente más admiraba era la paciencia con la que el santo soportaba las dificultades y penas que su cargo le originaba.

El Pontífice lo confirmó como coadjutor de Ginebra y el santo regresó a su diócesis a trabajar con empeño redoblado. A la muerte del obispo, Francisco lo sucedió en el cargo y fijó su residencia en Annecy.

En ese periodo tuvo como discípula a Santa Juana de Chantal, con quien fundaría la Congregación de la Visitación en 1610. Con las notas con las que instruía a la santa compuso su célebre “Introducción a la vida devota”, la más conocida de sus obras.

En 1622, el duque de Saboya lo invitó a reunirse con él en Aviñón. El santo obispo aceptó la invitación, preocupado por el bienestar de la parte francesa de su diócesis. El viaje, sin embargo, era arriesgado debido a su cada vez más débil salud y al recio invierno. Aquella travesía sería la última.

Luego de encontrarse con el duque, San Francisco inició el retorno. Se detuvo en Lyon y se hospedó en la casita del jardinero del convento de la Visitación. Desde allí atendió espiritualmente por un mes entero a las religiosas. Fue el tiempo en el que disertó y escribió sobre la humildad.

Luego, a pesar del crudo invierno, prosiguió el viaje predicando y administrando sacramentos, hasta que las fuerzas lo dejaron. San Francisco de Sales murió a los 56 años, el 28 de diciembre de 1622.

Legado

Un día después de la muerte del obispo la ciudad entera de Lyon desfiló frente a la humilde casa donde había fallecido. Dado que gozaba de fama de santidad, en 1632 abrieron su féretro para saber cómo estaban sus restos. El cuerpo del santo estaba en buen estado y lucía como aquel que goza de un apacible sueño.

San Francisco de Sales sería canonizado en 1665. Para 1878 el Papa Pío IX lo declaró Doctor de la Iglesia. No mucho después, San Juan Bosco lo haría patrono de su recién fundada congregación -la Pía Sociedad de San Francisco de Sales- y lo convertiría en modelo para el servicio de sus hijos espirituales, los “salesianos”.

Fuente
https://www.aciprensa.com/
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