«Preservar vivo a un hombre es casi tan milagroso como crearlo», dijo el clérigo y escritor Jeremy Taylor. Crear y preservar, los dos verbos favoritos del siguiente protagonista. Esta es la historia de aquel misterioso «superviviente número 17» de «El milagro de los Andes». Nadie supo que viajaba con ellos hasta que un día lo vieron aparecer.
Cincuenta años atrás. Viernes, 13 de octubre de 1972. El vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, destino Chile, con 45/46 pasajeros, tiene problemas para coger altura. Debajo de él, una de las cordilleras más imponentes de la tierra. Un ala choca contra una montaña y el avión cae sobre un glaciar. Se desliza 725 metros hasta que logra detenerse. A partir de ahí; la historia de supervivencia más increíble que un ser humano haya protagonizado.
Lo más parecido al infierno
José Luis Inciarte, alias «Coche», era un joven uruguayo de 24 años, apuesto y trabajador. Cuando tenía 18, al morir su padre, se hizo cargo de su familia. Nunca había jugado al rugby. Invitado por un íntimo amigo para llenar el vuelo chárter, su plan era disfrutar de un agradable fin de semana en Chile, mientras el resto del pasaje asistía a un partido de exhibición. Aquel día, Soledad, su novia, le despidió con un beso. «Coche» le correspondió con una sonrisa.
Inciarte y sus compañeros pasarían junto al fuselaje del avión 72 días de vida que jamás olvidarán. Lograron sobrevivir sin ropa de abrigo, derritiendo nieve para poder beber, sin esperanzas, y, lo más duro, alimentándose de los cuerpos muertos de sus propios amigos. Desde su casa, en Uruguay, a sus 74 años de edad, José Luis atiende a ReligionEnLibertad para relatar su experiencia en los Andes y la relación que tuvo con Aquel compañero de viaje tan especial.
«Fue lo más parecido al infierno. Si te dejabas de mover, te congelabas. Aquella noche conocí lo que es el calor humano. Nos dábamos puñetazos continuamente para hacer circular la sangre. Vi por la ventana que amanecía y no podía creer lo que había sucedido, estábamos rodeados de muertos. Sin embargo, en aquel momento, me invadió la alegría. Solo nos quedaba una opción: defender y honrar la vida con uñas y dientes», relata «Coche» Inciarte.
Nadie se salvaría solo
A partir de ese día, 33 hombres y mujeres, algunos morirían poco después, trabajarían con toda sus fuerzas para salir de la montaña. Acababa de nacer «la sociedad de la nieve«. Uno de los mejores ejemplos de hasta dónde puede llegar la grandeza del ser humano. Se repartieron las tareas: unos ayudaban a los heridos, otros derretían agua y los otros salían de expedición. Como bien sabían los 19 jugadores de rugby que viajaban, en la vida, para sobrevivir, se necesita a los gordos, a los altos, a un cerebro y a los más rápidos. Todos son indispensables.
«Comprendimos que nadie se salvaba solo. Desde el primer instante acudimos a atender a los heridos. Allí arriba éramos tremendamente pobres, pero fuimos con las herramientas que teníamos: las manos para dar una caricia y el don de la palabra para dar un consuelo. En la nieve podías caminar solo y siempre aparecían otras huellas junto a las tuyas», comenta José Luis Inciarte. ¿A qué huellas se refería?
La vida de aquellos pasajeros había cambiado en un instante. Como si de otro planeta se tratara, habían «aterrizado» en mangas de camisa en un lugar insólito. Jóvenes veinteañeros que nunca habían pisado la nieve. Muchos de ellos, amigos; pero, otros tantos, jamás se habían visto. A partir de ese momento, debían luchar unos por otros para sobrevivir. Buscarían «lograr lo imposible, haciendo lo impensable«. Estaban en juego sus propias vidas y, sobre todo, abrazar un día a lo que más querían.
El pacto más honorable
A los diez días del accidente, el grupo escuchó de un pequeño transistor una de las noticias más duras, y, a la vez, más estimulantes. Las autoridades los habían dado por muertos. Ahora, «solo» dependía de ellos conseguir salir de la montaña. Fabricaron gafas para que el sol no quemara sus retinas, hicieron inventario de la poca comida que les quedaba, tapiaron el fuselaje con una pila de maletas para hacer de él su hogar, y organizaron travesías hasta la cola del avión, para conectar la radio y comunicarse con la civilización. El que no se podía mover daba ánimos a los demás o ayudaba «simplemente» aportando paz. Tenían claro que no había tiempo ni para sufrir.
Los días pasaban, algunos iban falleciendo, mientras otros, como fue el caso de Nando Parrado, el «Moisés de los Andes«, despertaba del coma y descubría que había perdido a su madre y que su hermana estaba a punto de morir. La comida se iba terminando y las fuerzas de los supervivientes se estaban debilitando. No había animales ni vegetación alguna, todo era un inmenso mar de nieve. Solo quedaban cigarrillos y pasta de dientes en grandes cantidades que alguno de los pasajeros había llevado para el pueblo chileno, que por aquel entonces pasaba dificultades. El fantasma de la inanición se cernía sobre ellos.
«Fui, entonces, testigo de un pacto. El pacto más honorable, más digno, de mayor entereza que haya presenciado jamás. Si yo muero, deseo que tú tomes mi cuerpo para seguir viviendo. Como dijo San Juan: ‘No hay amor más grande que el que da su vida por sus amigos’. Aunque, en realidad, nosotros no lo decidimos, solo cumplimos con el deber que teníamos frente a la vida», relata José Luis. Después de poner en común todos los pros y contras, en diferentes planos, como el legal, el nutricional o el religioso, acordaron que si querían sobrevivir deberían alimentarse de su propios compañeros.
Recurriendo explícitamente al ejemplo de Cristo en la Última Cena, los supervivientes tomaron el cuerpo y la sangre de los fallecidos. Sus células quedarían así unidas a las de sus compañeros, en una comunión sagrada para toda la eternidad. Pero, llevarlo a la práctica no fue tan sencillo. Para algunos, aquello se convirtió en algo superior a sus fuerzas. «Coche» fue uno de ellos. «Era incapaz de tragar, pero todos los días mis amigos me obligaban a comer. Pude hacerlo, por aquel pacto íntimo que habíamos firmado entre nosotros. Esa entrega llena de amor de uno con el otro«, explica «Coche».
La segunda desgracia
Sin embargo, aquella no sería la última dificultad que tendrían que atravesar. Cuando los supervivientes ya se habían acostumbrado, a eso que José Luis llamó «vivir sufriendo en cuerpo, alma y mente, de forma simultánea, todos los días, todos los minutos», otra desgracia estaba a punto de suceder. El día 29 de octubre, 16 días después del accidente, cuando estaban todos refugiados en el fuselaje, escucharon como si trescientos caballos se acercaran hacia ellos. Un alud los sepultó por completo. Aquel día murieron ocho miembros más de «la sociedad de la nieve».
Tuvieron que recurrir a alimentarse de los cuerpos muertos de sus propios compañeros.
«Estaba aprisionado. Todo se había convertido en hielo, y me preparé para morir. Cuando sentí que me estaba acercando hacia el paraíso donde estaba mi padre, un compañero, que luchaba por salir, me puso el pie en la cara y dejó un hueco frente a mi nariz. Pude respirar como un recién nacido. Le dije a mi padre que volvería con él en otro momento, que había gente en esta vida que me estaba esperando«, comenta José Luis. Después de tres días sepultados bajo la nieve, lograron llegar a la superficie. «Resucitamos al tercer día, de la peor experiencia de nuestras vidas», asegura «Coche».
Y, ese mismo día, el rostro del «superviviente número 17», aquel que los había acompañado en la montaña todo ese tiempo, se iba a revelar. «Fue un momento determinante para mí. Salimos del avión por un agujero y sobre la nieve me encontré con Jesús de Nazaret. El hombre que había dicho: ‘Amaos los unos a los otros, como yo os he amado’, estaba frente a mí. No puedo describir la cara, porque no era nítida, pero sentí que nos venía a decir que hiciéramos las cosas bien. Esas palabras lo cambiaron todo. De ahí en adelante acampó un gran amor entre todos nosotros», relata Jose Luis.
Los supervivientes empezaron a descubrir que detrás de cada acción que tomaban siempre estaba la mano providente de aquel compañero de viaje. Lo que no entendían era el por qué de todo aquello. «Cuando subí al avión, en Mendoza, mi mejor amigo me dijo que me sentara con él, pero justo se sentó otro. Cuando chocamos, mi amigo y su compañero murieron y yo me salvé. Antes de la avalancha, dentro del fuselaje, el capitán del equipo de rugby me pidió que le cambiara de sitio para que estuviera más protegido del frío. Al rato, él murió y yo sobreviví. No sé por qué me elegía siempre y me hacía seguir viviendo, cuando la muerte era la mejor opción que se podía tener», relata «Coche».
Una nueva familia
La oración fue, desde el principio, el mejor reconstituyente, tras el alud, era un alimento más. «Todas las noches rezábamos juntos el Rosario. Era como comprar un billete para la paz, a esa paz que uno siente cuando se está muriendo. Aquello nos permitía hablar con Dios, y nos mantuvo el ánimo muy alto», comenta Inciarte. Durante aquellos días interminables en la nieve hablaban de restaurantes y, a veces, componían oraciones. «No recordábamos muy bien ‘la Salve’ y fuimos armando una a nuestro estilo, con lo que se sabía cada uno. En ella, además, se menciona al ‘valle de las lágrimas‘, que después supimos que era como se llamaba el lugar donde nosotros estábamos», añade.
Un arriero chileno (en el medio) auxilió a los expedicionarios Parrado (izq.) y Canessa (dch.).
Como dijo Gustavo Zerbino, uno de los supervivientes, lo que ocurrió en los Andes fue una auténtica historia de amor. Aquellos compañeros, cada uno de su padre y de su madre, habían formado en la nieve una nueva familia. Todos luchaban por su propia vida, para que el resto sobreviviera y todos ayudaban a los demás para que uno pudiera vivir. «Llegué a perder 45 kilos, tenía la pierna gangrenada y me atendieron siempre como a un hijo. La auténtica misericordia es cuando te pones en el lugar del otro y sufres con él. Un semejante no te juzga, no te señala, solo te quiere, igual o más que así mismo», destaca José Luis.
El tiempo pasaba y la situación en la montaña se hacía cada vez más insostenible. Se acercaba el verano y las nieves podían derretirse, eso significaba que pronto no tendrían nada que comer. «El 11 de diciembre murió Numa Turcatti y esa desgracia desencadenó la salida de los tres expedicionarios al día siguiente. Numa, con su muerte, había dado, sin saberlo, la vida por sus amigos«, comenta. Parrado, Canessa y Vizintín (que regresó al fuselaje poco después) habían emprendido la caminata definitiva hacia la vida. «Coche», sin embargo, cansado de tanta incertidumbre, había decidido dejarse morir. El día de «Nochebuena» exhalaría su último aliento.
El sonido de los helicópteros
«Poco a poco me iba desgastando, no podía más. Se me fue esfumando la esperanza. Quería hacer como mis compañeros que habían muerto. Deseaba ponerle punto final a mi vida», relata. Sin embargo, los planes de Inciarte no eran los de aquel «superviviente número 17». El 22 de diciembre, como si de una Natividad, de un volver a nacer, se tratara, ocurrió el milagro. Nando Parrado y Roberto Canessa, después de caminar durante kilómetros por la nieve, sin apenas comida ni bebida, con frío, atravesando grietas profundísimas, lograron contactar con un arriero chileno que les auxilió. Después, llegaron los helicópteros del Ejército y rescataron a todos los demás.
José Luis Inciarte llegó a perder 45 kilos y regresó con una pierna gangrenada.
La prensa y las autoridades los recibieron como si fueran auténticas estrellas de Hollywood. Ellos, en cambio, sabían muy bien que los verdaderos héroes se habían quedado en la montaña. «El dolor por la pérdida de los que se fueron, nunca superó la alegría de haberlos tenido. Ellos nos dejaron tanto que fue un privilegio haberlos conocido, y, sobre todo, haber sido sus amigos», comenta «Coche». Convaleciente por la herida de la pierna, y por su lamentable estado físico, cuando vio a su familia en el hospital, entre llantos y abrazos, solo acertó a susurrar que estaba lleno de Dios.
«Antes del accidente iba a misa porque mi madre me lo pedía. Lo que nunca pensé es que Jesús te podía dar su propia vida para que pudieras soportar las condiciones más duras. No sé si de la montaña salió otro José Luis. Pero, eso sí, cuando voy en el coche y se me pincha una rueda, me enfado como cualquier otro ser humano. Después, pienso, ¿por qué te enfadas? ¡Ya vendrá algún helicóptero para ayudarte, y, si no, salgo caminando, como hay que hacer. En la vida hay que salir a buscar a los helicópteros y no sentarse a esperarlos», concluye José Luis Inciarte.