Solo mencionar el nombre del sacerdote Bernardo Valle es decir ejemplo de superación apoyado en la fe. Una madrugada de diciembre de 2009, cuando se disponía a hacer cumbre en el Aconcagua junto con otros siete compañeros, el mexicano vivió el que sería, sin duda, el peor momento de su vida. Tenía sólo 18 años de edad.
Bernardo comenzó a ir a la montaña cuando tenía 6 años; era una actividad que practicaba con su padre y sus hermanos, y a través de la cual buscaba también encontrarse con Dios. Al cumplir los 12, se integró en Puebla (México) en la Agrupación de Alta Montaña Pier Girogio Frassati, que organizaban salidas a algunas montañas de México y del extranjero.
Celebrar misa en la cumbre
A la vez, cuando estudiaba secundaria sintió el llamado de ser sacerdote, y en diciembre de 2009, a sus 18 años de edad, el padre Berna tenía dos propósitos, uno inmediato y el otro más a largo plazo: el primero era conquistar la cumbre de la montaña más alta de América, el Aconcagua, y el segundo ser sacerdote.
El mexicano había estado ya en el Aconcagua a los 14 y a los 16 años, pero había ido como parte del grupo de apoyo; ahora, iba como parte de la expedición de la Agrupación de Alta Montaña Pier Girogio Frassati. Se había preparado a conciencia durante todo un año para alcanzar la cima de esta imponente montaña.
Al cumplir los 12, se integró en Puebla en la Agrupación de Alta Montaña Pier Girogio Frassati, en la que organizaban salidas a algunas montañas de México y del extranjero.
«A finales de diciembre habíamos hecho un campamento a 5.400 metros de altura, en un lugar de montaña llamado Nido de Cóndores, de donde partiríamos hacia la cumbre», recuerda en una entrevista de Vladimir Alcántara para el portal Desde la fe.
«Y, el día 31, en el que se había anunciado buen tiempo, despertamos a las dos de la madrugada, preparamos nuestras cosas: mochilas, guantes, crampones; hicimos una oración y comenzamos a caminar: el cielo estaba despejadísimo y se veía una cantidad impresionante de estrellas, como si alguien hubiera regado purpurina sin ningún cuidado», asegura el padre Berna, como se le conoce en la archidiócesis de México.
Finalmente salió el sol, y él y su equipo -en el que iban dos de sus hermanos-, hicieron un alto en un refugio donde había gente de todas partes del mundo. «Habían anunciado un día ideal para llegar a la cumbre, donde un sacerdote planeaba celebrar una Misa«.
«Tenía mucha emoción en el corazón; estábamos a 6.500 metros de altura cuando vimos la cumbre, y empezamos la última parte del camino. Era casi mediodía y vimos que comenzaban a aparecer algunas nubes«. Cuando los ocho compañeros entraron en la última curva, conocida como La Canaleta, ya sabían que sólo faltaban 200 metros para llegar.
«Escuchábamos los gritos de la gente que llegaba a la cumbre, celebraban el logro, y nos entraban cada vez más ganas de llegar. Pero, a esa altura, no se avanza tan rápido: se da un paso y se respira profundo dos veces, otro paso y lo mismo, para poder llenar bien los pulmones. Se requiere de mucha concentración».
Una aparición «milagrosa»
Pero, fue al hacer cumbre, cuando el cielo se empezó a nublar. «Ahí empezamos a advertir del peligro. Al ver las circunstancias, desistimos de celebrar misa en la cumbre del Aconcagua. Sólo hicimos una oración. Tomé un puñado de piedras para regalar a mis amigos y comenzamos a bajar».
Los ocho mexicanos se habían preparado durante todo un año para alcanzar una cumbre en la que habían podido estar escasos cinco minutos. Aunque, había valido la pena. Llevaban hora y media de descenso, cuando se desató una tormenta. No escuchaban más que el ruido de la tempestad. La nieve caía, el viento la levantaba y se veía todo blanco.
La temperatura descendió rápidamente: en cuestión de minutos bajó de 10 grados centígrados a menos 30. «Para acortar el camino, tomamos una ruta más directa, y ahí el viento comenzó a golpearnos. De pronto me sentí tan agotado, que mi cuerpo comenzó a entrar en un estado de supervivencia: no hacía caso al cansancio, sólo caminaba».
El padre Bernardo comenzó a ir a la montaña cuando tenía 6 años; era una actividad que practicaba con su padre y sus hermanos.
En un momento dato, el padre Berna quiso colocarse los crampones, se quitó los guantes y vio sus dedos blancos y duros. Si los chocaba, sonaban como si fueran de plástico. Se los enseñó a un compañero, quien le dijo que se le estaban congelando. Pero, continuaron el descenso en la medida en que iban pudiendo.
«El cansancio iba aumentando y llegué a sentir un agotamiento que nunca antes había sentido. De pronto, ya no tenía fuerzas ni podía seguir. Mi hermano me daba patadas y me pedía que continuara avanzando. Yo me quería detener ahí. Pero mi hermano volvía a darme patadas y a decirme que no desistiera».
«Cuando la tormenta cesó, entre las 18:30 y las 19:00 horas, estábamos destrozados. Yo había perdido la vista y no veía nada. Otros dos de mis compañeros tampoco podían ver. Seguíamos caminando, pero íbamos cada vez más lentos, eso sí, siempre juntos. Si alguno se rezagaba el resto lo esperaba».
Hacia medianoche, alguien del grupo gritó que veía un campamento. Entre aquel refugio y la zona en la que ellos estaban había un valle. Pero, sorprendentemente, desde el otro lado alguien alcanzó a verlos desorientados y comenzó a darles indicaciones a gritos. «Hacia la Izquierda, hacia la izquierda», decía.
«Era raro que alguien estuviera despierto a esas horas, en ese tipo de montañas las jornadas empiezan muy temprano; la gente se duerme a las siete de la noche y se levanta a las dos de la mañana. Pero, allí estaba aquel hombre tratando de dirigirnos. No podíamos más, así que le gritamos que viniera a por nosotros». El hombre despertó a sus amigos y fueron a rescatarlos.
«A mí me cargaron entre dos, de aquel hombre no supe mucho. Sólo recuerdo que lo abracé, pero no pude verle la cara porque había perdido la vista. Supe que era español, que se llamaba Iñaqui y que trabajaba en la base española de la Antártida. «Para nosotros ese hombre fue un milagro, Dios hace milagros a través de personas ordinarias. Él iba, como nosotros, a alcanzar la cumbre, pero con el desgaste de rescatarnos, sacrificó su propia cumbre. Me quedé con muchas ganas de verlo a los ojos y decirle: ‘¡Gracias!'».
Todavía en Argentina, hicieron lo posible por salvar sus dedos. El padre Berna sabía que el daño era grande, tenía muchos tejidos muertos. «Te van a amputar; no esperes milagros. Los milagros déjalos para quien no tiene fe. Pero para ti, que eres creyente, un milagro sería que un amigo que no va a misa fuera a misa», le dijo un amigo médico ya en México.
Aquello fue una noticia tremenda para él. No tenía ni ganas de rezar. «Llegó el domingo, y recibí la visita de mi hermana. Me dijo que la noticia del accidente había llegado a su colegio, y que se había celebrado una misa por mí en el auditorio, en un espacio que es para unas mil personas. El auditorio se había abarrotado, hasta sus amigos más ateos habían estado participando. ¡Ahí fue donde reaccioné!», reconoce Berna.
Testimonio de Bernardo cuando iba a ser ordenado diácono.
Hoy, el padre Berna mira sus manos y son el recuerdo de que Dios estuvo con él en los momentos más difíciles, y de que le dio una nueva oportunidad. «Mis manos me recuerdan que hay que vivir la vida sonrientes, felices, con agradecimiento, con asombro, con mucho gusto; disfrutar un vaso de agua, disfrutar el canto de los pájaros, los momentos de silencio, todo lo que Dios nos regala y que a menudo pasa desapercibido para nosotros».