La devoción a la Virgen de Guadalupe tiene su origen en las apariciones de Nuestra Señora acontecidas entre el 9 y el 12 de diciembre de 1531 en las faldas del cerro del Tepeyac, ubicado al norte de la Ciudad de México. Milagrosamente la imagen de la Virgen aparecida quedó impresa en el manto -“tilma” o manto típico- de un indígena chichimeca de nombre Juan Diego, quien llegaría después a los altares. Esa imagen se conserva hasta hoy en la basílica construida en honor a la Virgen en el lugar de las apariciones, el Tepeyac.
Madre que consuela y anima
Mientras el mundo de hoy aparece sumido en una profunda crisis de valores, y los retos y dificultades ponen a prueba nuestra fe, es necesario hacer silencio en el corazón y recordar que Dios nos ha puesto bajo los cuidados de su Madre. ¡Cuánto consuelo podemos hallar en las palabras de la Virgen del Tepeyac dirigidas a San Juan Diego, vidente de Guadalupe!:
“No se entristezca tu corazón… ¿Acaso no estoy yo aquí, que soy tu Madre?”.
Con ese cariño animó la Virgen al afligido Juan Diego aquel 12 de diciembre de 1531, igual como hace hoy con nosotros, peregrinos en el mundo. Las palabras de María deben recordarnos además que Jesús está de lado de quienes quieren hacer de esta tierra un lugar mejor.
Por eso hoy elevamos una oración a la Emperatriz de América y Patrona de México para dar gracias por el milagro de Guadalupe: por haber dejado su rostro grabado no solo sobre una tilma, sino también por haberlo hecho en nuestros corazones, en el alma de una nación y en el alma de todo un Continente -en su cultura y su fe-. María de Guadalupe es señal irrefutable de cuánto Dios ama a nuestros pueblos.
Un poco de historia sobre las apariciones
Una década después de iniciada la conquista de México, hacia 1529, los misioneros españoles se encontraban frente a una difícil situación. El esfuerzo evangelizador, por distintos y complejos motivos, no había producido los frutos esperados. Entre otras cosas, pesaba sobre la conciencia de los conquistadores los innumerables pecados cometidos contra los indígenas, así como las contradicciones propias de la ambición desmedida y el ansia de poder. En ese contexto, los misioneros experimentaban gran desconcierto a causa de las escasas -o poco sólidas- conversiones.
Contra cualquier cosa que podría haberse esperado, todo empezó a cambiar desde el 9 de diciembre de 1531. Sería la Madre de Dios quien personalmente variaría el curso de la evangelización y lo haría de manera definitiva.
En el lugar llamado Tepeyac, María Santísima se le apareció a un campesino chichimeca de nombre Juan Diego Cuauhtlatoatzin, recién convertido al cristianismo. Para Juan Diego aquella mujer era “la Señora”, a quien miró con respeto, pero quizás también con cierta desconfianza. Ella, mientras tanto, quería tocar su corazón: se presentaba a sí misma como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios”.
Una tilma, unas flores y un milagro
“La Señora” le encomendó a Juan Diego que pidiese al obispo capitalino, el franciscano Juan de Zumárraga, que mandara construir una iglesia dedicada a Ella, en el mismo lugar en el que había aparecido, el Tepeyac. Juan Diego comunicó esto al obispo, pero este no le creyó. En la siguiente aparición, la Virgen le solicitó a Juan Diego que insistiera. Un día después, Juan Diego volvía a encontrarse con el prelado sin lograr que cambiara de posición.
El martes 12 de diciembre, la Virgen se le presentó nuevamente para darle consuelo y esperanza al buen hombre. Juan Diego, reconfortado, le confesó a la “Señora” que tenía a su tío muy enfermo y que había intentado evitar un encuentro con ella por ese motivo. Ella, entonces, le pidió que subiera a la cima del monte de Tepeyac, que recogiera flores y se las llevara consigo. Aunque el pedido parecía descabellado -era invierno y los campos no florecen-, San Juan Diego obedeció. Al llegar al sitio indicado encontró un brote de flores muy hermosas, las colocó en su tilma y se las llevó al obispo, tal y como la Virgen se lo había pedido.
Estando frente al prelado, San Juan Diego desplegó la parte delantera de su tilma dejando descubrir su carga. Las flores cayeron, pero algo inesperado ocurrió: en el tejido de la tilma había quedado impresa la imagen de la “Señora”, la Virgen María. Frente a los ojos de Monseñor Zumárraga y de los ocasionales testigos de la escena, lo sucedido era, por decir lo menos, “inusual”. La imagen mostraba a la Virgen María como una mujer de tez morena, con rasgos mestizos; adornada como una reina, de pie sobre una media luna y sostenida por un ángel. Los presentes cayeron de rodillas impactados por aquello que estaban viendo. Mons. Zumárraga, conmovido, pidió perdón por su actitud inicial.
Al día siguiente, el Obispo Zumárraga, acompañado de Juan Diego, visitaría el lugar de las apariciones en el monte del Tepeyac. Allí, dio la orden para la construcción del templo, mientras los primeros hombres se ofrecían para realizar la obra. Luego, Juan Diego se marchó presurosamente a ver a su tío Juan Bernardino, que había estado muy enfermo. Al llegar, lo vio recuperado, de pie y evidenciando salud. ¡La Virgen había hecho el milagro!
Juan Bernardino le contó a su sobrino que había visto también a la “Señora” y que Ella le pidió que testimoniara su curación al obispo.
Significado
La presencia de la Virgen de Guadalupe en ese momento, y a lo largo de la historia de la Iglesia en América, ha representado una fuente de fuerza inagotable, capaz de renovar una y otra vez el impulso evangelizador.
Desde las apariciones, la Virgen se convirtió en la protagonista y la artífice de la reconciliación entre nativos y españoles, entre las culturas originales y la cultura occidental.
María de Guadalupe ha sido el catalizador del más rico y floreciente mestizaje; la prueba de que el Evangelio puede hundir sus raíces en las culturas, humanizarlas y coronarlas de grandeza; el sello indeleble de que la Buena Nueva es para todos. En los siete años posteriores a las apariciones, millones de indios se convirtieron a la fe católica y se bautizaron. Fue una eclosión de fe que evoca la predicación de los Apóstoles después de Pentecostés.
La Virgen nos escucha, pero también habla y nos manda una tarea
“Mucho quiero, ardo en deseos de que aquí tengan la bondad de construirme mi templecito, para allí mostrárselo a ustedes, engrandecerlo, entregárselo a Él, a Él que es todo mi amor, a Él que es mi mirada compasiva, a Él que es mi auxilio, a Él que es mi salvación (…) Porque en verdad yo me honro en ser madre compasiva de todos ustedes, tuya y de todas las gentes que aquí en esta tierra están en uno, y de los demás variados linajes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que me honren confiando en mi intercesión. Porque allí estaré siempre dispuesta a escuchar su llanto, su tristeza, para purificar, para curar todas sus diferentes miserias, sus penas, sus dolores” (Palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego).
¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Reconstruyamos con Ella la Iglesia!