Santoral

Hoy celebramos a San José de Cupertino, el santo que podía volar

Cada 18 de septiembre, la Iglesia celebra a un santo cuyo legado empieza con la virtud de la humildad, la confianza en la oración y la determinación: San José de Cupertino (1603-1663), en italiano, Giuseppe da Copertino, nacido Giuseppe María Desa.

Giuseppe María -José María, su nombre de pila- nació en 1603, en el pueblo de Cupertino, región de Lecce (Reino de Nápoles, hoy Italia), en el seno de una familia muy humilde.

A los 17 años pidió ser admitido por los franciscanos, en la rama de los Frailes Menores Conventuales; sin embargo, fue rechazado. Poco después, solicitó el ingreso a los Hermanos Menores Reformados, otra rama de la Orden de San Francisco de Asís, pero tampoco tuvo éxito. Y es que José casi no había recibido instrucción en su vida y, en lo poco recibido, no ataba ni desataba.

A pesar de estos “fracasos”, José se animó a hacer un nuevo intento. Esta vez con los frailes capuchinos, quienes sí lo recibieron en calidad de hermano lego.

Sin embargo, contra lo que podía esperarse después de tanto luchar, José terminó siendo expulsado del convento al cabo de unos meses. La razón: era muy distraído, y sus superiores lo denunciaron por “ineptitud”. Sus biógrafos suelen dar cuenta de su torpeza: dejaba caer constantemente los platos que llevaba al comedor, se olvidaba los encargos asignados y parecía que siempre estaba abstraído, fuera del mundo, pensando en cualquier cosa.

Ser santo es saber ponerse de pie

San José de Cupertino, entonces, buscó refugio en casa de un familiar adinerado. Pese a la acogida inicial, este también terminaría echándolo a la calle, frustrado por sus continuos yerros. Tras esto, José dejó confirmados con creces los rumores que lo señalaban como “un bueno para nada”. Es entonces que su madre intervino y fue a rogarle a un pariente suyo, un fraile franciscano, que recibiera al muchacho como mandadero de su convento.

Esta vez, José sería aceptado como obrero: como no era bueno para los mandados fue enviado a trabajar en el establo. Y, para sorpresa de muchos, no le fue tan mal. Algo había pasado: a golpes, en su todavía corta vida, San José había quedado firmemente sujeto a la cruz, su ancla y su cimiento. A partir de entonces, el muchacho empezaría a desempeñarse cada vez mejor, mostrando incluso destreza para su noble oficio.

Eso le ganó, poco a poco, el aprecio de los religiosos del convento, quienes empezaron a considerarlo como alguien ejemplar. Sus muestras de humildad y amabilidad, adornadas de espíritu de penitencia y presencia constante de Dios merecieron una reconsideración entre los franciscanos, quienes en 1625 -cuando el santo tenía unos 22 años- lo admitieron en el convento por votación unánime.

“Vida eterna a los que perseveran en hacer el bien” (Rom 2, 6)

Al poco tiempo, los frailes mayores determinaron que José estudiase para ser sacerdote. Sin embargo, en los exámenes y evaluaciones, José parecía incapaz de salir airoso. Preso de los nervios por lo poco dotado de claridad para expresarse, la mayoría de veces se quedaba en silencio frente a sus maestros, con la mente en blanco.

Así llegó el día del inicio de las pruebas finales, y el examinador anunció que abriría la Biblia y leería un pasaje al azar para escuchar la interpretación del estudiante. José estaba aterrorizado esperando su turno.

No obstante, la Providencia quiso que el pasaje escogido para examinar a Fray José fuera el único que era capaz de explicar adecuadamente. Fue aquel del Evangelio de Lucas que hace referencia a la Madre de Dios y que rezamos en el Avemaría: “Bendito el fruto de tu vientre, Jesús”.

En la última prueba -el examen definitivo para definir quiénes serían ordenados-, el obispo a cargo de la evaluación comenzó a preguntar a los primeros frailes del grupo en el que estaba José. Como todos fueron respondieron muy bien, el prelado decidió no seguir examinando al resto porque no lo consideró necesario. San José -el siguiente de la lista de candidatos-, se libró, sin pretenderlo, de la prueba.

El que menos diría que se trató de un “golpe de suerte”, pero quizás no fue así. Pareció, más bien, que Dios quiso aligerarle el día al santo, quien había hecho todos los esfuerzos posibles para llegar bien preparado.

Patrono de los estudiantes

Por su compromiso con el estudio, y no por algún resultado brillante, este santo es considerado el patrón de los estudiantes, especialmente de aquellos que se encuentran en dificultades académicas.

El 18 de marzo de 1628, Fray José fue ordenado sacerdote, muy consciente de que no tenía cualidades especiales para predicar ni enseñar, pero sí el amor debido a la Eucaristía. Decidió también por eso, de manera especial, apuntalar su sacerdocio con penitencias y oraciones por los pecadores.

“¡Quién me diera alas como de paloma!” (Sal 55, 6)

Fue en esa ruta espiritual como San José llegó a abrazar la vida mística. Caía en éxtasis constantemente y en ocasiones sus hermanos lo vieron levitar. Incluso fue visto volando como si de un ave se tratase, yendo de un lado a otro para atender necesidades espirituales de los fieles.

En el libro de la causa de canonización de San José de Cupertino consta que fueron numerosos los testigos que presenciaron los hechos sobrenaturales mencionados. Entre estos se cuenta el del Papa Urbano VIII (p. 1623-1644) y el del príncipe protestante Juan Federico, duque de Brunswick-Luneburgo (1625-1679), quien gracias a Fray José se convirtió al catolicismo.

“Volaría y hallaría reposo” (Sal 55, 6)

San José de Cupertino partió a la Casa del Padre el 18 de septiembre de 1663. Fue beatificado en 1753 por Benedicto XIV y canonizado en 1767 por Clemente XIII.

Es el santo patrono de los viajeros de avión, de los aviadores, de los que tienen alguna discapacidad mental y de los estudiantes que rinden exámenes.

 

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