Cornelio, cuyo nombre significa “fuerte como un cuerno”, fue el vigésimo primer Papa de la Iglesia Católica. Afrontó con firmeza la herejía de Novaciano, teólogo que proclamaba que la Iglesia no tenía el poder suficiente para perdonar los pecados más graves. Para este teólogo y sus seguidores, aquellos llamados “lapsi”, en latín, ‘los que han tropezado’, no podían ser absueltos por autoridad eclesiástica alguna de aquellas faltas consideradas extremadamente graves. Eso equivalía a que la Iglesia no estaba autorizada para perdonar ni acoger de nuevo a quienes, por ejemplo, habían incurrido en apostasía.
Ciertamente, a causa de la crueldad de las persecuciones, muchos cristianos habían abandonado la fe o abjuraron de esta (el pecado de apostasía) por temor a las amenazas del poder temporal: torturas, prisión o la muerte. No obstante, no fueron pocos los que habiendo negado a Cristo reconocieron su falta y pidieron ser admitidos nuevamente en el seno de la comunidad cristiana.
El Papa Cornelio fue el primero en alzar su voz contra Novaciano (210-258). El Pontífice sostuvo que el ‘novacianismo’ resultaba herético, puesto que Dios no negaba a nadie su perdón y que no existía falta que no pudiese ser resarcida por su amor misericordioso. En consecuencia, la ‘autoridad de perdonar los pecados’ podía ser ejercida por un ministro calificado.
Cornelio terminó excomulgando a Novaciano, quien no quiso rectificarse y eligió con sus seguidores el camino del cisma, convirtiéndose en ‘antipapa’ entre los años 251 y 258 al fundar ‘la Iglesia de los puros’.
Cipriano, obispo de Cartago
Entre quienes apoyaron al Papa Cornelio en su doctrina sobre el perdón estaba San Cipriano, obispo con quien tenía una estrecha amistad.
Cipriano, quien se encontraba a la cabeza de la sede de Cartago (hoy Túnez), respaldó públicamente la postura pontificia en contra de Novaciano, por lo que se hizo de enemigos y detractores.
El único y verdadero sacrificio
Vale precisar que el Papa Cornelio no sólo tuvo que sufrir por la controversia con Novaciano y sus intransigentes seguidores, ‘los puros’ (katharoi) o ‘cátaros’: los suyos fueron los tiempos de otra sangrienta persecución, esta vez, organizada por el emperador romano Decio (249-251).
Cornelio fue enviado primero al destierro y más tarde, en el año 253, tomado prisionero y condenado a muerte por decapitación.
Por su parte, Cipriano, en Cartago, padeció también los duros años de la persecución de Decio y, tras la muerte de este, tuvo que sufrir una nueva ola de violencia anticristiana organizada por su sucesor, Valeriano.
Cipriano fue condenado a muerte por negarse a ofrecer sacrificios a los dioses, así como por resistirse a la prohibición de celebrar la Eucaristía y administrar los sacramentos. Él, al oír su sentencia, exclamó: “¡Gracias sean dadas a Dios!”. Como Cornelio, Cipriano murió decapitado en septiembre del año 258.
“Gracias sean dadas a Dios”
Los dos amigos, unidos por Cristo en la misión pastoral, padecieron por causa de la fe y dejaron un testimonio de fidelidad a la Verdad revelada, un testimonio que sellaron con su propia sangre.
Los nombres de Cornelio y Cipriano son parte de la liturgia, específicamente se les menciona en la Plegaria Eucarística I del Canon Romano, al lado de otros santos y mártires de los primeros siglos del cristianismo.