
La Iglesia de San Rafael celebró Corpus Christi, la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. En su homilía, Mons. Mazzitelli, Administrador Apostólico, nos invitó a contemplar la Eucaristía como el gran don del amor de Dios que se parte y se reparte para sanar, reunir y enviar. Es Jesús quien, acercándose al pozo de nuestras vidas, sacia nuestra sed más profunda de eternidad. Desde esa certeza, el llamado es claro: ser discípulos eucarísticos, hombres y mujeres que se dejan transformar para vivir como don para los demás. En un mundo herido por la fragmentación, el individualismo y la indiferencia, la Iglesia está llamada a ser profecía de unidad y fraternidad. La adoración, inseparable de la celebración, nos enseña a vivir una relación de amor que mira, confía y se entrega.
Luego de la Santa Misa se realizó la tradicional procesión por las calles céntricas de San Rafael, como testimonio de que Cristo Eucaristía está vivo y nos inunda con su Gracia. La ceremonia fue transmitida en vivo por el canal de Youtube de Productora San Gabriel.
Compartimos la homilía de Monseñor Mazzitelli completa
Homilía en la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo
Queridos hermanos, celebramos la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor, descubriéndonos convocados para participar de la mesa de la fraternidad que Él nos dejó, siendo Él mismo el alimento que nos une en la caridad. Somos peregrinos en la historia, con sed de eternidad. Esa sed, como la de la samaritana, se hace consciente en un diálogo con Aquel que se acerca al pozo de nuestras vidas para revelarnos el misterio del amor del Padre, que amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga vida eterna.
La tradición recibida
La Eucaristía que celebramos es presencia del Señor que nos amó hasta el extremo. Escuchamos cómo el apóstol Pablo, corrigiendo a una comunidad que había perdido el sentido de la Cena del Señor, cayendo en divisiones y discriminaciones, testimonia la tradición recibida recordando las palabras con las que el Señor ofrece su vida: «Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre».
Esa proclamación nos interpela y nos rescata del ritualismo estéril y de la mediocridad que apaga la alegría de nuestro discipulado. Como los discípulos de Emaús, nuestros ojos se abren y el corazón se abraza en la mesa de la Palabra. Celebramos el encuentro con quien quiso quedarse con nosotros para siempre, como alimento de nuestra esperanza.
En una meditación sobre la Eucaristía, el cardenal José Tolentino de Mendonça recuerda la respuesta de los mártires de Abitene, en el siglo IV, cuando ante la proscripción del emperador Diocleciano proclamaban: «Sin el domingo no podemos vivir». ¿Crecemos nosotros en esa certeza? ¿Vivimos la Eucaristía como fundamento de nuestra vida cristiana?
Jesús toca nuestras vidas
Contemplamos en el Evangelio a Jesús predicando y sanando. Es el Señor que se acerca para tocar la vida de los hombres. Toca el dolor y consuela, toca a los enfermos y sana, predica y siembra esperanza. Es buscado por una multitud que quiere ser abrazada. ¿Cuántos habría allí como aquella mujer vencida por el sufrimiento, que llevaba en su corazón ese «no doy más» hasta que, tocando el manto del Señor, se sintió no sólo sanada, sino también buscada y amada?
Frente a esa multitud, los discípulos presentan una evidencia: «Hay que despedirlos porque no hay comida». Jesús los hace enfrentarse con la impotencia del «no podemos», fruto de no tener mucho: cinco panes y dos peces. Nada, para esa multitud. En esa realidad, el Señor toma lo que hay, alza la mirada al cielo, lo bendice, lo parte y se multiplica. Es un signo que prefigura lo que hoy celebramos: una vida partida que se da por amor.
La Eucaristía, don recibido
Queridos hermanos, la Eucaristía es don. No es algo que tenemos que hacer para alcanzarla, sino que debemos disponernos a recibirla. Es el don de la vida del Señor, el don de sí, que se da por amor. Esto nos enseña que, alimentados por la Eucaristía, nuestra vida también se hace don: vida transfigurada, transformada, vida que significa vivir en Cristo. En estos tiempos donde se predica el individualismo y el «sálvese quien pueda», estamos llamados a ser profetas de fraternidad y solidaridad. En tu familia, en tu trabajo, en tu comunidad: sos vida para ser donada. Alimentada con la Eucaristía, tu vida es don para los demás, es vida eucarística.
Es en torno a una mesa donde nos descubrimos Iglesia, porque la Eucaristía hace la Iglesia. Somos congregados en la riqueza que nos lleva a ser profetas de unidad, en tiempos de fragmentación social, de guerras atomizadas, como señala el papa Francisco, y de divisiones también en nuestra nación y en nuestra Iglesia.
Llamados a la comunión
Me tocó acompañar durante muchos años la formación sacerdotal. Siempre les transmití a los seminaristas la importancia de ser hombres de comunión. Esto es para toda la comunidad cristiana. Así como el Señor dio su vida por nosotros, estamos llamados a dar la nuestra por la comunión. Donde no hay comunión, se amordaza el Evangelio, se frena el Reino. Hoy unimos la celebración con la adoración, que no pueden estar separadas. Nuestra vida transformada se hace vida que quiere descansar y contemplar, que quiere adorar. La adoración es un acto de fe que en el silencio orante nos prepara y prolonga el encuentro con el Señor.
El papa Benedicto XVI decía que el verdadero amor vive siempre de una reciprocidad de miradas y silencios elocuentes. El cura de Ars relataba cómo un trabajador se quedaba mirando al Santísimo sin palabras ni libros. Le preguntó cómo rezaba, y él respondió: «Yo lo miro, y Él me mira». La sabiduría de los sencillos entiende que ese encuentro de miradas es un abrazo de amor.
La verdadera comunión se prepara con la oración y la vida. Podemos decirle al Señor palabras de confianza como en el salmo: «Señor, yo soy tu siervo, rompiste mis cadenas». Contemplar es también ofrecerse y dejarse transformar. Adorar es entender la vida en su sacralidad, no en lo que seca el corazón sin dar respuesta.
Profetas de esperanza
Adorar es darnos a Aquel que lo ha dado todo. Es proclamar una respuesta al amor infinito, vigilar en la esperanza. En cada Eucaristía decimos: «Ven, Señor Jesús». Si Cristo permanece en nosotros, ¿qué nos falta? Dichosos nosotros, que estamos en su casa. Gozoso es ser morada de tan noble Huésped.
Queridos hermanos, celebramos la presencia del Amor. Es el Sacramento del Amor que nos congrega en unidad, que teje nuestras vidas, que va haciendo una mesa donde entren todos. No para juzgar, sino para invitar al gozo conocido.
La Eucaristía significa abrazar, recibir para poder darnos. Quisiera terminar con la oración de quien supo estar en silencio orante ante la Eucaristía: Charles de Foucauld. Y lo digo en plural, como oración de corazones unidos:
«Padre, nos ponemos en tus manos. Padre, confiamos en ti. Padre, nos entregamos a ti. Haz de nosotros lo que quieras. Sea lo que sea, te damos las gracias. Gracias por todo. Estamos dispuestos a todo. Lo aceptamos todo, con tal de que tu voluntad se cumpla en nosotros y en todas tus criaturas. No deseamos nada más. Te confiamos nuestras almas. Te las damos con todo el amor del que somos capaces. Porque te amamos y necesitamos darnos, ponernos en tus manos, con una infinita confianza. Porque Tú eres Padre».