El perdón supone que hay una culpa moral, es decir, conocimiento y voluntariedad. La disculpa, por el contrario, supone un error involuntario, equivocación o ignorancia.
El perdón y la disculpa son dos extremos irreconciliables en la base del triángulo; sin embargo, pueden conjugarse correctamente en un nivel superior, en su vértice. Por no saber distinguir bien ambos niveles es que, muchas veces, disculpamos cuestiones en las cuales es necesario reconocer una culpa y perdonar o pedir perdón; mientras que, otras veces, culpamos a quien tiene realmente una disculpa.
La medida exacta del perdón y la disculpa, así como su conveniente INTEGRACIÓN, es un privilegio divino: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»: sólo Dios puede perdonar la culpa y, a la vez, -porque se encuentra en un plano superior al bien y el mal- disculpar, teniendo en cuenta la limitación esencial de la creatura.
Nosotros, simples creaturas, podemos sólo perdonar (cuando hay culpa) o disculpar (cuando no la hay), pero escapa a nuestra posibilidad natural , llegar a esa cima de la misericordia en la que encuentran sentido pleno ambas pendientes… Lo que para nosotros no tiene una lógica racional, como es el querer el mal, y que sólo puede tener «perdón»; encuentra en Dios, en un nivel superior a la simple disculpa, una razón de ser, una justificación, una disculpa… porque Dios «sabe de qué estamos hecho, se acuerda de que solo somos polvo» (Salmo 103). «Dios conoce los pensamientos de los hombres, sabe que son insustanciales». (Salmo 94,11)
¿Será, por esta razón, que el perdón divino encuentra su cima en la disculpa, es decir, saca la culpa? Pero no nos confundamos: no niega la culpa sino que la trasciende…es que Dios trasciende todas nuestras categorías sin desnaturalizarlas…