
por el Prof. Nicolás Sosa*
El giro de Alan Turing: del ser al comportamiento
En el marco de una diplomatura sobre inteligencia artificial aplicada a la educación, el abordaje de los textos fundacionales invita a revisar qué entendemos por inteligencia. Alan Turing, en su célebre ensayo Computing Machinery and Intelligence (1950), propone un giro decisivo: en lugar de preguntarnos si una máquina puede pensar —pregunta cargada de implicancias filosóficas y metafísicas—, plantea una formulación conductual más operativa: “¿Puede una máquina comportarse como si pensara?”.
Con ello, desplaza el eje de la discusión desde la esencia al comportamiento observable. Si una máquina puede sostener una conversación indistinguible de la humana, entonces —al menos funcionalmente— debe ser tratada como tal. El test no define qué es pensar, sino qué comportamiento esperamos de algo que piensa.

Inteligencias artificiales: ¿ya piensan?
Desde esta perspectiva conductual y funcional, podría decirse que muchas inteligencias artificiales ya son inteligentes, en tanto se adaptan, aprenden de la experiencia y responden de manera lógica. Sin embargo, aquí es donde emerge otra dimensión, que excede la funcionalidad adaptativa: la curiosidad.
Asimov y el origen biológico de la curiosidad
Isaac Asimov, en su Introducción a la Ciencia, afirma que “al principio, todo fue curiosidad”. No se trata de una metáfora poética, sino de una hipótesis biológica: mientras organismos como las ostras o las esponjas no exhiben conducta exploratoria, los primeros seres móviles, como el paramecio, ya mostraban una forma primitiva de orientación hacia el entorno, como si investigaran.
Asimov señala que este impulso —aun siendo puramente fisicoquímico— constituye una forma básica de comportamiento dirigido. A medida que los organismos se complejizan, aparece una curiosidad que no responde ya a necesidades inmediatas. Un animal que no tiene hambre ni está en peligro, explora igual. El perro que olfatea sin motivo, el mono que juega con objetos, el ser humano que observa las estrellas o escribe sin propósito práctico inmediato… todos comparten una misma raíz: la búsqueda no utilitaria.
Curiosidad excedente: cuna del arte y la ciencia
Este exceso de capacidad sensorial y cognitiva, lo que Asimov llama curiosidad excedente, no es solo un subproducto de la evolución: es lo que dio origen a la ciencia, el arte, la filosofía. La mente humana —dice Asimov— necesita estímulos que la desafíen, incluso si no conducen a ningún fin práctico. De ahí surgen el conocimiento “puro”, la contemplación estética y el deseo de saber “por el placer que causa”.
El riesgo de perder lo que nos hace humanos
Y es aquí donde aparece la tensión actual: Lo que hoy sigue diferenciando a la inteligencia humana de la artificial no es su capacidad de cálculo, ni de lenguaje, ni siquiera su creatividad algorítmica. Es ese impulso gratuito de saber. Esa curiosidad no programada.
El problema no es que la IA se acerque a nosotros, sino que nosotros nos alejemos de lo que nos define.
Porque si después de resolver lo básico —alimentarnos, sobrevivir, entretenernos— no surge esa curiosidad sin función aparente, ese deseo de explorar lo innecesario, entonces quizá sí merezcamos ser tratados como máquinas. Y en ese caso, la IA no nos va a reemplazar. Nos va a imitar… con fidelidad.
Sistemas parametrizados y vidas programadas
Porque es así como vivimos, nos movemos en sistemas parametrizados a los cuales accedemos mediante aprobaciones burocráticas. Podemos o no pertenecer a sectores —grupos de amigos, incluso— si hemos rendido, aprobado y promediado exámenes rigurosos, y si al momento de la sobremesa no divagamos sobre especies ajenas a la razón práctica.
Funes el memorioso: metáfora de la pérdida de pensamiento
Mientras la IA avanza en conductas imitativas y acumulativas, ¿qué pasa con nosotros? ¿Nos acercamos, acaso, a la figura de Funes el memorioso de Borges? Aquel personaje que, tras un accidente, gana una memoria perfecta, pero pierde la capacidad de abstraer. Puede recordar cada forma de nube, cada línea de espuma, cada página leída, cada sueño… pero es incapaz de generalizar, de pensar simbólicamente. “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”, llega a decir.
Funes representa una inteligencia detenida en el exceso de detalle, incapaz de construir sentido. Llama a cada cosa por su nombre, pero no ve la analogía ni el puente entre ellas. Su saber se vuelve incomunicable. Ya no puede pensar porque todo lo recuerda. Ya no puede crear porque todo lo distingue.

¿Nos estamos automatizando?
Y entonces la pregunta se vuelve urgente: ¿No nos convertimos, de a poco, en Funes? En apariencia humanos, sabios a los ojos del otro, pero sin capacidad de conectar lo que sabemos, sin abstraer, sin crear, sin pensar. Registramos, clasificamos, respondemos… pero no comprendemos. La paradoja es inquietante: mientras las máquinas aprenden a parecer humanas, nosotros nos automatizamos hasta parecer máquinas. Es posible que, en algún momento, lleguemos a necesitar a otro Alan Turing, pero esta vez para diagramar un test que nos ayude a diferenciar a un humano de otro humano. ¿Será que, en vez de entrenar a la IA para que piense como nosotros, estamos dejando de pensar como lo que somos?
Y si así fuera, ¿quién imita a quién?
*Nicolás Gabriel Sosa tiene 25 años y es Profesor en Lengua y Literatura. Cuenta con dos postítulos universitarios en el área de Educación, dictados por la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino. Además, ha completado una diplomatura superior en Aplicación de la Inteligencia Artificial a la Educación Formal, otorgada por la Young Men’s Christian Association University.