Sociedad

“Todos hemos sido testigos de su bondad y de su alegría contagiosa”

HOMILÍA DE LA MISA  DE EXEQUIAS DEL ILMO. MONS. FRANCISCO ALARCÓN

 

Queridos hermanos:

Nos reunimos hoy, en esta Iglesia Catedral, para despedir a Mons. Francisco Alarcón, con una profunda fe en el Señor muerto y resucitado; con sentimientos de dolor por la pérdida de nuestro querido P. Pancho, pero también con un intenso sentimiento de agradecimiento al Señor por regalarle en don de la fidelidad hasta la muerte y por todos sus desvelos en el ministerio sacerdotal en favor de nuestra Diócesis, como Vicario General, en la colaboración inapreciable que brindó a varios obispos diocesanos; y como Párroco de esta Iglesia Catedral, que fue su único destino pastoral. Toda su vida sacerdotal la vivió aquí, en esta comunidad. Y hoy, desde esta comunidad, ya está viviendo su segundo destino: el cielo; más pleno, donde no hay fatiga sino eterno gozo en contemplar para siempre a Aquel a quien entregó su vida, a quien sirvió en los hermanos, y de quien fue su sacerdote.

 

La Pascua del P. Pancho me encuentra en viaje a Colombia. Me hubiera gustado estar hoy allí, presidiendo esta celebración. Sepan que estoy junto a ustedes con mi cariño, recuerdo y oración y a través de estas sencillas palabras con las que me quiero hacer presente.

 

La muerte de alguien querido, para los que tenemos fe, sólo se ilumina y adquiere sentido a la luz de la muerte de Jesús. ¡Con qué ardor hablaba Jesús de su vuelta al Padre! Decía a sus discípulos: “Me voy y volveré a ustedes. Si me amaran, se alegrarían de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo” (Jn 14, 28). “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Pero es interesante notar que Jesús deja el mundo visiblemente en cuanto que no se lo volverá a ver, pero se queda, está permanentemente con nosotros: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Su presencia permanece en la Iglesia por medio de los sacerdotes, de la Eucaristía, del don del Espíritu que nos es constantemente comunicado. Esta expresión de Jesús: “Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y me voy al Padre”, indica lo que ocurre visiblemente. Jesús vino del Padre y se encarnó por obra del Espíritu en el seno virginal de María. Realizó una obra que era la obra de la reconciliación del mundo con el Padre, y volvió al Padre.

 

Este es el esquema de nuestra vida. También nosotros hemos salido del Padre el día de nuestro Bautismo, porque allí fuimos hechos hijos adoptivos de Dios. Allí –sin nosotros percibirlo– el Espíritu gritó: “Abbá, Padre”; y desde entonces, también nosotros estamos viviendo en el seno del Padre. Pero venimos al mundo, tenemos que realizar una tarea. Sea grande o pequeña, es la tarea que Dios nos ha asignado a cada uno. Cada uno de nosotros ha venido sellado con una misión especial que tiene que realizar con toda sencillez. Cuando hayamos terminado esta misión volveremos al Padre. Pero ¡qué bueno volver al Padre con la conciencia serena y clara de que hemos cumplido con nuestra misión! Como lo hizo Cristo, que en la cruz dijo al Padre: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30). Con esto no sólo quiere decir “ya se han cumplido todas la Escrituras sobre mí”, sino también “he cumplido todo lo que el Padre me indicó que hiciera”. Por tanto, “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46). Y diciendo esto Cristo murió.

 

A la luz de la muerte de Jesús, ¡qué hermoso es pensar que la muerte no es un fin, sino que es el comienzo; pensar que nuestra vida “no termina, sino que se transforma”–como dice el Prefacio de difuntos–; pensar que es el gran día! Es el gran día en el que se nos da la eternidad para que agradezcamos al Señor el don de la visión de Dios, el don de volver a la casa del Padre.

Por eso, a la luz de la muerte de Jesús, se despierta en nosotros una fuerte convicción de fe y de esperanza: “¡El Señor resucitó!”. ¡Él está vivo! Su resurrección despierta y anima nuestra esperanza. Esperamos porque Él nos dijo “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14, 2). Esperamos porque Cristo, nuestra Pascua, vive en nosotros.

 

Esperamos porque el Padre de las misericordias nos hizo para sí y nos aguarda, como el padre de la parábola del hijo pródigo.

 

Esperamos porque María, nuestra Madre, que nos dio a Jesús “el Dios que salva”, va haciendo el camino con nosotros, un camino de esperanza. Ella, a quien muchísimas veces durante el día le decimos: “Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”, y también le rezamos en la Salve: “Al final de este destierro muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre” ¿cómo no nos lo va a mostrar?

 

Cuando alguien parte, la muerte cubre todos los defectos, las heridas y los desencuentros. Daría la sensación que la muerte, mágicamente, nos transforma en “buenos”. Pero, con el P. Pancho, no sucede así. A él la muerte no lo hace bueno porque el P. Pancho ya era un hombre bueno. Todos hemos sido testigos de su bondad, de su entrega generosa en el ministerio sacerdotal, de su alegría contagiosa. Con su ejemplo sencillo pero contundente siempre mostraba su deseo de hacer la voluntad del Padre. Su actitud permanente de servicio lo hacía cercanos a todos, especialmente a los más necesitados. ¡Cuántos nos hemos edificado con sus palabras y actitudes! Sacerdotes, seminaristas, familias, jóvenes, niños, religiosos, religiosas, autoridades civiles y miles de fieles a los que, durante su vida sacerdotal, les mostró y los llevó a Jesús.

 

Hoy se nos estruja el corazón al despedirlo. Lo vamos a extrañar. Es lógico y normal. Pero tenemos la certeza de que su recuerdo en nosotros jamás va a morir. Porque hoy también llevamos en nuestro corazón la tímida pero firme alegría de la certeza de que ya está gozando de la Pascua eterna como premio a tanta vida desgastada y entregada por el Reino. Y porque sabemos que tenemos un intercesor en el cielo que seguirá velando por nosotros para que seamos fieles a Jesús, como lo fue él.

 

Pancho: ¡Gracias de corazón por su vida al servicio de nuestra Iglesia de San Rafael! ¡Gracias por su testimonio sencillo y alegre de fidelidad! No se olvide de pedirle al Señor por nosotros y de decirle que necesitamos de Él para seguir caminando juntos. Dígale a la Virgen que no nos suelte de su mano.

 

Querido P. Pancho: que Dios le conceda el descanso a tantas fatigas y que disfrute eternamente del abrazo con el que el Padre del cielo hoy lo recibe. ¡Hasta que volvamos a encontrarnos en la resurrección!

 

Así sea.

 

 

+ Fr. Carlos María Domínguez O. A. R.

Administrador Apostólico de San Rafael

 

 

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