Sociedad

“El Señor desea que lo busques para que Él pueda encontrarte”

Este libro ha sido querido para ti, mi joven hermano de búsqueda, y quiero introducirte en su lectura regalándote palabras llenas de la gran estima y confianza que deposito en ti y en todos los jóvenes.
Tal vez te ha pasado de abrir los Evangelios y escuchar lo que un día Jesús dijo en el famoso Sermón de la Montaña: “Pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá. Porque el que pide recibe, el que busca encuentra, y al que llama se le abre” (Mt 7,7-8). Son palabras fuertes, llenas de una gran y exigente promesa, pero podríamos preguntarnos: ¿hay que tomarlas en serio? ¿Es realmente cierto que si le pido al Señor escuchará mi petición, si lo busco lo encontraré, si llamo él me abrirá? Tú podrías objetarme: ¿no es acaso cierto que a veces la experiencia parece desmentir esta promesa? ¿Que muchos piden y no obtienen, que buscan y no encuentran, que llaman a las puertas del cielo y del otro lado no se oye más que el silencio? Entonces, ¿se puede confiar en estas palabras o no? ¿No serán también, como tantos otros que oigo a mi alrededor, una fuente de ilusión y, por tanto, de decepción?
Comprendo tus dudas y agradezco tus preguntas, ¡ay si no tuvieras ninguna! – pero también me interpelan y me traen a la memoria otro pasaje de la Escritura que, puesto al lado de las palabras de Jesús, me parece que las ilumina en toda su profundidad. En el libro de Jeremías, el Señor dice a través del profeta: “Me buscarán y me encontrarán, porque me buscarán con todo el corazón; me dejaré encontrar por ustedes” (Jr 29, 13-14). Dios se deja encontrar, sí, pero solo por el hombre que lo busca con todo su corazón.
Abre los Evangelios, lee los encuentros de Jesús con las personas que acudían a él y verás cómo para algunos de ellos se cumplieron sus promesas. Son aquellos para quienes encontrar una respuesta se había convertido en una cuestión esencial. El Señor se dejó encontrar por la insistencia de la viuda inoportuna, por la sed de verdad de Nicodemo, por la fe del centurión, por el grito de la viuda de Naín, por el arrepentimiento sincero del pecador, por el deseo de salud del leproso, por el anhelo de luz de Bartimeo. Cualquiera de estas figuras podría haber pronunciado con razón las palabras del Salmo 63: “Mi alma tiene sed de ti [Señor], mi carne te anhela, como una tierra desierta, árida, sin agua”.
El que busca encuentra si busca con todo su corazón, si para él el Señor se vuelve tan vital como el agua para el desierto, como la tierra para una semilla, como el sol para una flor. Y esto, si lo piensas, es muy bello y muy respetuoso con nuestra libertad: la fe no se da de forma automática, como un regalo indiferente a tu participación, sino que te pide que te involucres en primera persona y con todo tu ser. Es un regalo que quiere ser deseado. Es, en esencia, el Amor que quiere ser amado.

Tal vez hayas buscado al Señor y no lo hayas encontrado, pero permíteme también una pregunta: ¿qué tan fuerte era tu deseo por Él? Búscalo con todo el impulso de tu corazón, reza, pregunta, invoca, grita, y Él, como ha prometido, se dejará encontrar. El rey del verso, cuya historia leerás en las siguientes páginas, amaba la vida y, como todo joven, deseaba vivirla plenamente. Fue uno de los cantantes más famosos de su tiempo, y en su impetuoso anhelo de plenitud buscó sin saberlo a Aquel que es el único que puede llenar el corazón del hombre. Buscó y fue encontrado.

Esto nos muestra una verdad aún más profunda: el Señor desea que lo busques para que Él pueda encontrarte. Deus sitit sitiri decía San Gregorio de Nacianzo, es decir, Dios tiene sed de que tengamos sed de él, para que encontrándonos así dispuestos Él pueda finalmente encontrarnos. El que nos invita a llamar, en realidad se presenta primero a la puerta de nuestro corazón: “He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguien oye mi voz y abre la puerta, vendré a él, cenaré con él y él conmigo” (Ap 3,20).
¿Y si hoy llamara a tu puerta? El rey del verso se encontró un día con el hermano Francisco en el monasterio de Colpersito, en San Severino Marche; fue atravesado por su palabra y una nueva chispa se encendió en su interior. Quizá le ocurrió lo mismo que a san Pablo en el camino de Damasco: que la luz de Dios “brilló en nuestros corazones para que el conocimiento de la gloria de Dios resplandeciera en el rostro de Cristo” (2 Cor 4,6). Vio a Francisco en el esplendor de su santidad y en él vislumbró la belleza del rostro de Dios. Lo que siempre había buscado lo encontró por fin, y lo encontró gracias a un hombre santo. Y, como le ocurrió a san Pablo, las cosas que para él eran ganancias las consideró una pérdida, una basura, ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús (cf. Flp 3,7-9). Inmediatamente rompió toda vacilación: “¿Qué necesidad hay de decir más? Vayamos a los hechos. ¡Llévame lejos de los hombres y entrégame al gran Emperador!”
Cuando el Señor nos llama a Él, no quiere acomodos ni vacilaciones de nuestra parte, sino una respuesta radical. Jesús diría: “Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos” (Mt 8,22). Ese día nació un hombre nuevo, ya no Guillermo de Lisciano, el rey del verso, sino Fray Pacífico, un hombre habitado por una nueva paz antes desconocida. Desde ese día se convirtió en todo de Dios, consagrado enteramente a él, uno de los compañeros más cercanos de san Francisco, un testigo de la belleza de la fe.

Por eso, querido joven, mientras agradezco al querido padre Raniero el nuevo regalo que hace a la Iglesia con las preciosas y sabias páginas de este libro, con la certeza de que harán mucho bien a quienes las lean, te deseo una provechosa lectura, y recuerda: Dios no ha dejado de llamar, es más, quizá hoy más que ayer hace oír su voz. Si solo bajas otros volúmenes y subes el de tus mayores deseos, lo escucharás claro y nítido dentro de ti y a tu alrededor. El Señor no se cansa de venir a nuestro encuentro, de buscarnos como el pastor busca la oveja perdida, como la mujer de la casa busca la moneda extraviada, como el Padre busca a sus hijos. Él sigue llamando y espera pacientemente que respondamos como lo hizo María: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Si tienes el valor de dejar tus seguridades y abrirte a Él, se te abrirá un mundo nuevo, y tú a su vez te convertirás en luz para otros hombres.
Gracias por tu escucha. Invoco al Espíritu Santo de Dios sobre ti y tú también, si puedes, no te olvides de rezar por mí.
Tu Papa Francisco

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