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Monseñor Domínguez invitó a los sacerdotes “a fijar sus ojos en Jesús”

En la celebración de la Misa Crismal y ante la presencia de los sacerdotes de la diócesis, Monseñor Domínguez invitó a cultivar la gracia de “fijar los ojos en Jesús”.

Este Martes Santo los sacerdotes de la diócesis celebraron junto al obispo la Misa Crismal. Con la catedral San Rafael Arcángel llena, Monseñor Domínguez invitó a los sacerdotes a no perder de vista a Jesús ni permitir que se desvíe la mirada.

““Fijar los ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Al terminar el día hace bien mirar al Señor y que Él nos mire el corazón, junto con el corazón de la gente con la que nos encontramos. Se trata de una contemplación amorosa en la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer”, expresó Monseñor Domínguez.

“Mis queridos sacerdotes: como en la sinagoga de Nazaret, hoy y todos los días, fijemos nuestros ojos en Jesús. No lo perdamos de vista ni permitamos que se nos desvíe la mirada. Desde lo más profundo de nuestro corazón sacerdotal digámosle al Señor: “Señor, queremos mirarte. Te pedimos que nos mires. No apartes nunca tu mirada de nosotros. Jesús: nos miramos en tus ojos. Te anunciamos con la vida”, agregó en otro fragmento de su homilía.

Homilía completa- Misa Crismal

“Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él” (Lc 4, 20)

Queridos hermanos:

Los sacerdotes de la Diócesis nos juntamos en esta Misa Crismal y nos ponemos en medio del Pueblo sacerdotal de Dios, del cual hemos sido sacados y al que somos enviados. Apartados para ser consagrados por la unción; enviados para llevar esa unción con fervor apostólico hasta todas las periferias: allí donde la trascendencia del Dios siempre Mayor se toca con nuestros límites, con el límite abierto de cada corazón humano, con el límite doloroso de cualquier pobreza, con el límite necesitado de ternura de toda fragilidad.

Hoy hacemos memoria de la Unción Sacerdotal de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote. Hacemos “memoria deuteronómica” – como le gusta decir al Papa Francisco- para que aquella unción que recibimos en nuestra ordenación sacerdotal, venga a nuestro presente para ser renovada y fortalecida y ponerla, con todo su poder, al servicio del ungido Pueblo de Dios.

 

El Evangelio que nos regala la liturgia en esta Misa Crismal nos muestra un momento decisivo en la vida de Jesús con un final un poco extraño que no es recogido en el texto que recién se nos proclamó pero que produce cierto desconcierto: la reacción de sus paisanos y el fracaso de Jesús. Los detalles que nos propone Lucas son muy sugerentes. Va a Nazaret, entra en la sinagoga, le presentan el libro, lo abre y lee un trozo del profeta Isaías –el que escuchamos en la 1ª Lectura- lo cierra, se sienta y toda la gente lo mira fijamente. Es un momento crucial que pone en juego el éxito o el fracaso de todo su ministerio. Hay un sentido de espera algo espasmódico. Todos lo miran fijamente. Y Jesús pronuncia su corta pero significativa homilía: “Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír” (Lc 4, 21). La gente quería algo más. Tenían ante ellos al Ungido pero reclamaban alguna manifestación de esa unción. No les bastó el anuncio solemne y claro del Señor. Querían algo más y distinto. Y, desde ese momento y a lo largo de sus vidas, seguirán siempre exigiendo al Señor otros signos.

 

Esta escena que reiteradamente escuchamos cada Misa Crismal es una invitación de la Iglesia a sus sacerdotes a “fijar los ojos en Jesús”. Pero no con la mirada de aquella asamblea reaccionaria, que en el fondo quería “espectáculo”, signos y más signos,  sino con los ojos de la Asamblea de la que nos habla la Carta a los Hebreos: “Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó  la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios… Fíjense en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcan faltos de ánimo” (Hb 12, 1-3).

 

“Fijar los ojos en Jesús” es una gracia que, como sacerdotes, debemos cultivar. Al terminar el día hace bien mirar al Señor y que Él nos mire el corazón, junto con el corazón de la gente con la que nos encontramos. Se trata de una contemplación amorosa en la que miramos nuestra jornada con la mirada de Jesús y vemos así las gracias del día, los dones y todo lo que ha hecho por nosotros, para agradecer. Y le mostramos también nuestras tentaciones, para discernirlas y rechazarlas. Como vemos, se trata de entender qué le agrada al Señor y qué desea de nosotros aquí y ahora, en nuestra historia actual.

“Fijar los ojos en Jesús” nos hace entrar en intimidad de oración con Él y nos renueva nuestra unción. Es el momento y la actitud por excelencia en la que participamos de su Unción Sacerdotal. Porque el primer motivo del llamado que un día nos hizo es “estar con Él”.

 

Creo que la Palabra del Señor hoy nos interpela a preguntarnos: ¿Hacia dónde se dirige mi mirada? ¿En qué cosas “hago foco”? ¿Rezo? ¿Rezamos? ¿Rezamos lo suficiente, lo necesario? ¿Cómo es la “calidad” de mi oración?

 

Las tareas apostólicas, los problemas, las situaciones que reclaman soluciones, los proyectos, los reclamos, las urgencias colman gran parte del día. Somos trabajadores, operarios del Reino, y llegamos al final de nuestra jornada cansados por la actividad desplegada. Trabajamos mucho. Sé que en la Diócesis se trabaja mucho. Pero, a veces pensamos que todo depende de nosotros. Y aquí viene la pregunta: ¿Le doy espacio al Señor en mi jornada para dejar que Él actúe? Sabemos que solos no podemos.

 

Decía San Carlos de Foucauld que “orar es mirar a Jesús amándolo”. “Fijar los ojos en Jesús” conlleva una relación de familiaridad con Dios en donde nos sentimos amados; expresamos nuestro amor por Él y por el pueblo que nos ha confiado. “Fijar los ojos en Jesús” es abrirnos a recibir el coraje apostólico, lleno de celo misionero, de valentía en el corazón que nos lleva a decir como decía el Santo Cura Brochero: “¡Guay de que el diablo me robe un alma!”. Sólo el coraje apostólico nace del coraje de la oración. Cuando digo “coraje de la oración” estoy hablando de orar con parresía, con la fuerza que viene del Espíritu y que riega nuestra aridez y nuestra rutina. El coraje de la oración nace del sabernos hijos amados. Nace del coraje de ser insistentes e inoportunos como el amigo que pide para su otro amigo. La oración valiente y propiamente sacerdotal -la que pone en acto nuestra unción- es la que intercede por todos, especialmente por nuestro pueblo, que también está ungido. ¡No tengamos vergüenza cuando le pedimos a Dios mucho e insistentemente por los que amamos!

 

Pero seamos realistas. Podemos decir que la oración, si bien nos da paz y confianza, también nos fatiga el corazón. Se trata de la fatiga de quien no se engaña a sí mismo; de quien maduramente se hace cargo de su responsabilidad pastoral; de quien se sabe minoría en “esta generación perversa y adúltera”; de quien acepta “luchar” día a día con Dios para que salve a su pueblo. Cabe aquí la pregunta: ¿tengo yo el corazón fatigado en el coraje de la intercesión y –a la vez- siento, en medio de tanta lucha, la serena paz de alma de quien se mueve en la familiaridad con Dios? Fatiga y paz van juntas en el corazón que ora. ¿Pude experimentar lo que significa tomar en serio y hacerme cargo de tantas situaciones del quehacer pastoral y –mientras hago todo lo humanamente posible para ayudar- intercedo por ellas en la oración? ¿He podido saborear la sencilla experiencia de poder arrojar las preocupaciones en el Señor (cfr. Salmo 54, 23) en la oración? Qué bueno sería si lográramos entender y seguir el consejo de San Pablo: “No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús” (Flp 4, 6-7).

 

Y nuestra oración sacerdotal se transformará en alabanza y acción de gracias cuando podamos decir con el salmista: “¡Bendito sea Dios, que no ha rechazado mi oración ni su amor me ha retirado!

 

Nos sabemos ungidos si, con humildad, fijamos nuestros ojos en Jesús y nos sentimos mirados por Él. Pero también dejémonos mirar por nuestro pueblo; por esos ojos sabios, pedigüeños, sufridos, pacientes, piadosos. Es que cuando nos dejamos ungir por la mirada de nuestro pueblo y nos ponemos a ungirlo con dedicación, revive la primera unción sacerdotal que hemos recibido por la imposición de las manos y participamos de la belleza de ese óleo de alegría con que fue ungido el Hijo predilecto: “Te ungió, ¡oh Dios!, tu Dios con óleo de alegría con preferencia a tus compañeros” (Hb 1, 9).

 

Mis queridos sacerdotes: como en la sinagoga de Nazaret, hoy y todos los días, fijemos nuestros ojos en Jesús. No lo perdamos de vista ni permitamos que se nos desvíe la mirada. Desde lo más profundo de nuestro corazón sacerdotal digámosle al Señor: “Señor, queremos mirarte. Te pedimos que nos mires. No apartes nunca tu mirada de nosotros. Jesús: nos miramos en tus ojos. Te anunciamos con la vida”.

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